Un trago de aceite

.

POR Antonio Ortuño

Enero 27 2021

 

 

Ilustración de Sindy Elefante

 

Mi padre me llevó de la escuela un viernes. Se estacionó frente a la puerta principal, aguardó mirándose las uñas. Así, concentrado en sus cutículas, lo encontré al salir. Hizo una seña y subimos a su camioneta, una mole carguera con los costados recubiertos por la publicidad de la línea de jugo envasado que había distribuido hasta hacía un par de años. 

–Vamos a Chapala –dijo al poner en marcha el motor. Quería premiarme: la semana anterior, había ganado el concurso de mi distrito escolar con un cuentito sobre un caballero y un dragón. Mi texto pasó al certamen del estado. Si triunfaba también, llegaría al nacional. Los elegidos serían fotografiados junto al presidente de la república. No llegué a ser uno de ellos, por supuesto: la idea era que los niños escribieran cositas sobre la milpa de sus abuelos y no sobre un dragón. Pero ese era el horizonte aquel día y mi padre iba a recompensar mi victoria, dijo, con un viaje al mayor lago del país, a una hora de carretera de la escuela. 

Mi madre llegó quince minutos después y descubrió que ninguno de los niños uniformados que se arremolinaban entre la puerta y el carrito de los helados era el suyo. Fernandito, cinco milímetros más astuto que el resto de mis compañeros, le confesó que me había visto subir a la camioneta de colorines. A mi madre le temblaban manos y rodillas, pero al oírlo pasó del susto al odio puro. Mientras llamaba a su abogado, el vehículo de ribetes frutales avanzó, semáforo tras semáforo, y dejó la ciudad. 

El abogado escuchó la retahíla de espumarajos en el teléfono y supo que tenía que llamar a sus amigos del tribunal. Pero mi padre había elegido la fecha del secuestro con puntería: aquel viernes iniciaba el feriado de la Independencia patria, los tribunales habían cerrado a las dos y no volverían a abrir sino el martes. Saberlo no contribuyó a que mi madre se sosegara. En el departamento de mi padre no había nadie. De poco sirvió que mi madre rompiera las ventanas, todas, con el tacón del zapato. De nada, que marcara seiscientas veces al teléfono. Respondió una grabación que hablaba aún de pedidos de jugo. 

Chapala puede que haya sido un pueblito agradable y pintoresco: a mí siempre me pareció huero, sin interés. El lago era grandote pero no majestuoso, los peces que extirpaban de sus aguas sabían a petróleo, el aire olía a fermentación. Mi padre dejó la camioneta en la plaza principal. Transbordamos a un taxi. El conductor despertó de la siesta del mediodía cuando ocupamos el asiento trasero. 

–Vamos a La Enramada.

Transitamos por la orilla izquierda del lago. Un cielo llano y pálido nos cubría. El hervor de la grava del camino se apagó cuando pasamos, tras un giro de volante, una vereda escoltada por árboles colosales. Las ramas se agrupaban en los aires, formaban un túnel verde. En vez de las apretadas casitas del pueblo, se levantaban allí residencias anchas y bajas, aderezadas con jardines babilonios y, cerca de la orilla del agua, también con embarcaderos oxidados. El olor tenía más de vegetal que de pesquero. Seducía. 

Mi padre dio indicaciones dubitativas pero conseguimos dar con nuestro objetivo, una casa redonda de ladrillo, de dilatados ventanales, sitiada por prados. Quiso pagar con un billete de altísima denominación y, como el taxista permaneció quieto, sin amagar siquiera con tomarlo, perdió unos minutos en rebuscar moneditas hasta reunir lo adeudado. 

–¿Qué edad tienes? –preguntó, entre dientes, mientras caminábamos por el sendero hacia una puerta de madera con herrajes y una macetita de geranios colgantes en el centro. 

–Ya casi los doce. 

No dejaba de ser peculiar que preguntara algo así. Había un motivo: el divorcio se firmó cuando tenía yo dos años y, ante la falta del pago de la pensión, mi madre le prohibió verme. La proscripción comenzó a ser eludida cuando entré a la primaria. Mi padre se acostumbró a visitarme durante el recreo. Estacionaba su camioneta, platicábamos a través de la reja principal. A veces me daba unas monedas. Otras, regalos: un lapicero, una libreta. Una vez, en tiempo de helada, me obsequió una chamarra que me quedaba grande y que mi madre confiscó en cuanto aparecí por la casa. La partió en dos con un cuchillo. “No alcanza para la pensión”, declaró al echar los restos al bote de la basura. 

Mi padre no tenía clara mi edad del mismo modo que yo no sabía, más que aproximadamente, a qué se dedicaba. Había pasado por empleos comerciales (la distribución de jugo y la de unos vinos baratos que mi madre tildaba de “funestos”), había intentado operar un consultorio de medicinas alternativas (aunque su profesión universitaria era la física) e impartir clases de meditación trascendental y técnicas chinas de respiración. 

Ninguno de sus negocios le dio dinero, o al menos la posibilidad de liquidar la pensión (que siguió, por siempre, incobrable), pero sí un puñado de amigos de modos aristocráticos: damas adeptas a la Pachamama, matrimonios de mediana edad con hijos rubios y atléticos y, desde luego, toda una caterva de herederos holgazanes. 

Abrió la puerta una chacha jovencita, de cabello largo y lustroso, que nos miró con desprecio, como si estuviéramos allí para vender cacahuates. 

–Hágame el favor de llamar a la señora –dijo mi padre con una sumisión que me amargó la boca. 

–¿De parte de?

–Del doctor Murray. 

Ella hizo un gesto con el labio que significaba que ni aquel título pomposo ni el apellido extranjero la impresionaban. Nos cerró la puerta en la cara. Vicky Rivadeneira apareció poco después. Era la anfitriona, una dama delgada hasta el delirio, de cabello alborotado y un impertinente aroma a incienso. Sus ojos eran pequeños, azules y brillantes como el agua teñida de los sanitarios. 

–Ay, doc, qué bueno que pudo venir. ¿Y este señor, entonces, es el escritor premiado? –agregó haciéndome una caricia en la mejilla. 

Nunca había pasado una vergüenza así. Bajé la cabeza y musité cualquier cosa. Mi madre lo llamaba tragar aceite: hacer lo que no quieres y aguantarte. En eso pensé y, por primera vez en el día, quise estar con ella, en la cocina de casa, escuchándola cantar mientras partía el jitomate. O estar por allí, al menos, escondiéndome de Carlos, el primo que solía cuidarme por las tardes, y aguardando que mi madre regresara del trabajo. 

Transitamos por un pasillo oscuro que desembocó, repentinamente, en una sala redonda como la casa, habitada por un juego de sillones de cuero y una multitud de mesitas de madera laqueada. Era incapaz de calcular costos en aquellos días pero resultaba fácil saber que esa gente tenía dinero. 

De las paredes colgaban imágenes enmarcadas: óleos, carteles impresos protegidos por vidrios antirreflejantes, fotografías. Aunque no había recibido ninguna clase de educación religiosa (mi madre era creyente pero nunca tuvo fuerzas de llevarme al templo) me fue imposible mirar dos veces lo que representaban. Desnudos todos. Algunos estéticos y tradicionales; otros indecisos, insinuados; alguno directamente crudo, vertiginoso. Bajé los ojos. 

El arquitecto de la casa había conseguido levantar una finca que volteaba desde todo punto hacia el centro, como una plaza de toros. Las puertas, en la primera y segunda plantas, rodeaban unos barandales de herrería que asomaban al salón principal. Nos instalaron en una habitación arriba. Ni mi padre ni yo llevábamos equipaje, así que subimos y nos limitamos a mirar la recámara donde pasaríamos el fin de semana. De todas las cosas que podría haber preguntado, la única que me atreví a plantear era la menos importante. 

–¿Por qué vinimos en taxi?

Él hacía una lista mental de las cosas que saldría a comprar al supermercado para proveernos y no me concedió una mirada. 

–Ya verás los autos que tienen. 

Su camioneta frutal lo avergonzaba. 

Cuando salió a las compras (lo escuché pedirle a la altanera sirvienta que le consiguiera un taxi y el consecuente resoplido) me tendí sobre una de las camas, la mirada entre el cielorraso pintado de blanco y las vigas de madera. No encontré una sola forma que me remitiera a nada: ni un barco, ni una espada, ni un perfil. 

Desde el jardín subió una risa, la de Vicky Rivadeneira, quien, en compañía de un tipo con la coronilla pelada y requemada, jugaba con un perro al borde de una piscina con forma de riñón. En el agua flotaban hojas de color esmeralda. El tipo reía con la confianza de un casateniente: era el marido de la anfitriona, el dueño de todo lo visible. Volví a la cama y, forzándome por mantener la cabeza en blanco, me quedé dormido. Recobré la conciencia mientras mi padre forcejeaba con los cajones del ropero. 

–Ropa, toallas, cepillo de dientes –informó. 

Me obligó a sustituir mi camiseta escolar por una playera azul de cuello redondo que me llegaba a las rodillas. 

–Pensé que eras más alto –murmuró con fastidio. 

Los pantalones me quedaron tan largos que tuve que conservar los del uniforme. Él se puso una camisa color hueso y bajó al jardín para unirse a los Rivadeneira. Pretexté la necesidad de usar el sanitario y permanecí en la recámara. Me asomé a las bolsas que aún guardaban la mitad del tesoro. Había allí otra playera, idéntica a la que llevaba encima, peine de goma, frasco de agua de colonia, cortaúñas. Tenía hambre pero no quería pedir alimento a la criada. Me dediqué a recortar y limar las uñas de mis pies para no pasar vergüenzas si bajaba a la piscina. 

Luego de un lapso de silencio, resonó un estruendo de motores y un alboroto pajaril de voces agudas, azucaradas. Eran los invitados. Dos matrimonios sonrientes, media docena de niños pálidos y una mujer alta que se abrazó a mi padre. Le dijo algo que no pude escuchar. Se perdieron, enlazados, en el interior de la casa. 

La tarde corrió lenta. Los niños, a quienes veía por primera vez, tenían entre ocho y quince años y tampoco sabían nada de mí, salvo que era hijo del “doctor”. Comimos pizza en una mesa apartada de la atención de los adultos que, mejor, salieron al jardín para asar carne y beber cerveza. Los niños se conocían entre sí de toda la vida, conversaban, se daban empujones. No me dirigían la palabra. 

En pocos minutos quedó claro el escalafón al que obedecían. Mandaban Sebastián y Guido, sobrinos de los Rivadeneira. Su hermana Quetzali era la siguiente. Sería de mi edad (o más pequeña) y tenía los mismos poderosos dientes de sus hermanos. Abajo venía Guadalupe, hija de la otra pareja, una chica larguirucha de cabello rizado. Lucas, su hermanito, y Perla, una prima, eran los menos favorecidos. El padre de Guadalupe y Lucas trabajaba para el de Sebastián y Guido. Los hijos del empleado habían sido educados para respetar a los del patrón. 

Mi padre no tenía un automóvil decente que llevar a la mansión y yo ni siquiera contaba. Al menos, hasta que doña Vicky vino a resurtirnos el refresco en los vasos y se percató de que era invisible para el resto de la mesa. 

–Hablen con Arturo. Es listo. Ganó un concurso de escritura. 

Guido levantó las cejas con suspicacia, pero Sebastián, que era el máximo rey, volteó a escrutarme. Y cuando su tía terminó de repletarnos los vasos de cocacola, me dejó al alcance de la mano el plato de las papas fritas. 

–¿Ganaste en el concurso de tu escuela? El que gane el nacional va a ir con el presidente –dijo con vocecita humilde. 

–Sí. 

–Yo mandé un cuento pero no pasó nada –reveló. 

Guido, su hermano, procedió a quejarse de que el colegio en donde estudiaban había favorecido a una niña cuyo padre era diputado. Sebastián le dio un manotazo: no quería excusas. Había perdido y ya. 

–¿De qué es tu cuento? –inquirió. 

Tragué aceite. 

–De un caballero. Y un dragón.

El silencio que siguió a mi declaración demostró que aquello les parecía prodigioso. 

–El mío era de un astronauta. Pero no quedó bien –susurró Sebastián, bajando su mirada de ojos azules y retirándose un mechón rubio de la cara. 

Pasamos la tarde en el jardín. Los niños Rivadeneira rogaron, inútilmente, que nos permitieran bajar al embarcadero y abordar la lancha de la familia. Su tía, con esa vocecita peculiar que indica que se habla con mascotas o con retardados, explicaba cada vez:

–Esa la tiene que manejar tu tío y ya está borrachito, nene… 

Jugamos a la pelota con el perro, pero luego de que Guido la hizo volar al lago (la vimos alejarse lentamente, llevada por las pequeñas olas) nos sentamos a admirar el atardecer. 

–Hay que jugar a las palmas –propuso Quetzali. Sus hermanos le dieron de manazos en la cabeza porque aquel era un pasatiempo de niñas. 

–A las ciudades –repuso Guadalupe. 

Ese juego no me convenía: nunca me había alejado de casa más allá del lago de Chapala. Ellos, en cambio, conocían Disneylandia, Chicago y Miami. Recurrí a una mentira salvadora: uno de los pueblos en la ribera del lago se llamaba San Antonio, como la ciudad texana. Cuando llegó mi turno, deslicé el nombre. Asumieron que había viajado a Texas en vez de, sencillamente, atravesar el caserío vecino. Gané, al final, porque ninguno de ellos pudo decir que había estado alguna vez en San Antonio y a mí no me tocó responder nada sobre Disneylandia. La única que reparó en el fraude fue Guadalupe. Cuando decidimos volver a la terraza, bajo el asedio de los mosquitos, se me emparejó.

–¿Hablabas del pueblito de aquí, verdad? No quise quemarte.

Sonreí. 

–¿Por eso escribes? ¿Por mentiroso? 

La tarde mejoraba. 

Cenamos pizza recalentada, tiramos piedras al lago. Se perdían en la oscuridad y no las veíamos impactar el agua, solo escuchábamos los chapuzones. Olía a cloro, a pasto recién cortado. No había una estrella en el cielo.

Busqué a mi padre antes de dormir. No lo encontré en toda la casa, aunque tampoco pude buscar a fondo: me imponían demasiado respeto las puertas y no me atreví a abrir ninguna. Finalmente, antes de meterme a la cama, lo vi lejos, a través de la ventana. Paseaba con la mujer alta. Llevaba las manos entrelazadas a la espalda y escuchaba algo al parecer muy dramático que ella narraba con manotazos y movimientos espasmódicos de cabeza. No supe cuándo regresó a la habitación, si llegó a hacerlo. 

El sábado amaneció nuboso y dedicamos la mañana a tramitar el permiso para bajar al embarcadero (“tu tío sigue dormido, nene”) y a jugar a la pelota. Cuando el hastío acumulado fue excesivo intentamos hacer trucos con cartas, que fracasaron, e improvisamos una partida de dominó, que tampoco prosperó porque las fichas estaban incompletas. 

El padre de Sebastián nos arrimó un platón con papas fritas y una batería de refrescos de lata. Era un tipo guapo, con barba de dos días y ojitos azules, como cuentas de vidrio, idénticos a los de la señora Vicky, su hermana. Antes de retirarse le hizo una caricia en la mejilla a Guadalupe, que se encogió como un gato. 

Contamos, por turnos, historias de muertos, apariciones y sangrerío, reunidos en círculo en el extremo más alejado del jardín, junto a las enredaderas del muro, anegados por el aroma a moho y la sensación gusanienta de la tierra batida. 

El señor Rivadeneira no estuvo recuperado hasta que devoró dos platos de caldo de costilla y se echó al gañote unas cervezas. Ya en ese punto desbordaba vitalidad y se propuso consumar el paseo en lancha al que se había resistido el día anterior. Mi padre también estaba, me parece, muy borracho, y fue uno de los primeros en ponerse en movimiento, junto con la mujer alta y la tropa infantil. 

Escapé como pude, me escurrí entre las plantas y las columnatas de ladrillo, me deslicé al salón y me apuré, de dos en dos escalones, a trepar a la recámara y tenderme sobre las mantas. 

Cortina echada, oscuridad total. 

El paladar me dolía. La rabia lo hacía latir. Mi padre me había llevado al lago pero luego se desentendió de mí. Como si hubiera echado un perro a un jardín. 

Nadie vino a buscarme. 

Bajé, quizá media hora después, porque la boca se me había quedado seca y necesitaba beber. 

No era el único que había elegido escaparse del paseo. 

Guadalupe lloraba, doblada sobre las rodillas del padre de Sebastián. Aunque mis pisadas no resonaron en la madera de los escalones, el tipo descubrió mi presencia cuando intenté volver sobre mis pasos. Los calzones de Guadalupe estaban enredados en sus tobillos. Yo solamente pensaba en huir. 

–A ver, joven. Venga acá. 

No sé bien por qué obedecí aquella orden ridícula, dictada con una voz ebria y demasiado aguda para ser de un adulto. No sé por qué me quedé de pie a un metro de ellos y no fui capaz de escaparme cuando el tipo se acercó, con la verga al aire como un embutido a medio levantar. 

–Venga acá. No mordemos. 

Lo que hizo fue desnudarnos y sacarle el cinturón a sus pantalones. Recibimos los hebillazos con gritos sofocados. Nos miramos a los ojos, la niña y yo, para no tener que concentrarnos en nuestros cuerpos. 

–Los van a regañar si los encuentran así. 

Nos obligó a echarnos en el sofá. La piel rechinó bajo la fricción de las nuestras. Guadalupe temblaba. Tercamente nos mirábamos las caras, como si hubiéramos llegado a ese acuerdo. El tipo resoplaba. Parecía una cafetera. Nos exigió, con frases cortas y repelentes, que nos tocáramos. Volvió a darnos de hebillazos, que nos marcaron las piernas y le habrán desgarrado la espalda a ella, porque gritó. Cuando ordenó darnos vuelta, cerramos los ojos y nos tomamos las manos. La sangre no sabía a aceite sino a metal (a veces chupaba las monedas si me parecían relucientes: estaba seguro). 

Abrí los ojos. El cielo se había vuelto a nublar. Un viento terminal azotaba las copas de los árboles y disparaba las ventanas contra sus enrejados. Una cara tras el mosquitero. Un rostro humano. Mi padre, con una mueca estúpida de borracho, nos miraba por el cristal. 

Confundido o, quizá, aterrorizado. 

Tuve que dejar de verlo porque otro hebillazo sacudió el muslo de Guadalupe y su resistencia colapsó. Comenzó a llorar con ojos apretados como puños. Cuando el jolgorio de voces anunció que el resto de la manada estaba de regreso, el tipo nos arrojó las ropas a la cara. Vestido ya y sonriente, se puso el cinturón. Guadalupe, con un churrete rojo en la pierna, fue la más veloz para escapar, la ropa abrazada, el llanto imparable. Yo apenas podía dar un paso pero conseguí escalar antes de que nadie me viera.

Me derrumbé en la cama. 

Cabeza en blanco. 

Mi padre no vino a buscarme aunque transcurrieron algunas horas. Intenté olvidar la expresión que mostró en la ventana. Hace treinta años que estoy seguro de que nos vio, treinta que me pregunto por qué no hizo nada. 

No volví a verlo hasta que bajé, cuando ya era de noche. Me había bañado y cambiado. Los adultos bebían, los niños se habían concentrado ante una mesa, porque la señora Vicky recordó el paradero de las piezas faltantes del dominó. Guadalupe tenía la boca delgada como el filo de un naipe. No pude mirarla más de un segundo; ella no volteó. 

Los invasores llegaron antes de que se sirviera la cena. La criada arrogante quiso detenerlos pero mi madre le volteó la cara de un revés y se abrió paso con la fuerza de un ejército. Todos se pusieron en pie cuando apareció en la sala. Recuerdo los gritos trenzados, las maldiciones, las amenazas del abogado, la indignación inicial y la posterior alarma de los Rivadeneira. Y el silencio de mi padre, golpeado, humillado y abofeteado sin interponer ni una palabra, tomado de la mano de la mujer alta, quien parpadeaba con aire estúpido y devoto. 

–¡Secuestrador! –dijo el abogado. 

–¡Hijo de puta! –agregó mi madre.

–¡Dígales algo, doctor! –suplicó la anfitriona. 

–¿Doctor? ¿Doctor esta mierda? Si apenas pudo con la licenciatura –bramó mi madre y luego, volviéndose por primera vez hacia mí, ordenó: 

–¿Y esas ropas? Tráete tus cosas. 

El plan de mi padre, que parecía perfecto, naufragó en el lago. Había recurrido a mi primo Carlos para corroborar mi horario escolar pero, descuidado como era, le confió los detalles de su idea. Carlos no dijo nada al principio pero luego de unas horas no pudo soportar el espectáculo de la desesperación de mi madre y lo confesó. 

Guadalupe me dio alcance a la salida de la recámara, cuando estaba ya por bajar, la mochila al hombro y el resto de mis pertenencias remetidas en una bolsa del supermercado. 

–Tú escribes –dijo con lentitud y torpeza, como si la lengua se le hubiera quedado inmanejable. 

No supe responder. 

–Escribe esto un día. Un libro. 

Me tomó la mano. Volvimos a mirarnos y pude recordar, a trozos, su cuerpo, su respiración. Señaló con la cabeza al salón principal. 

–Que lo lean. Que arranquen las hojas. Y se las traguen. 

Formalizamos, en silencio, la promesa. 

Bajé y no volvimos a vernos. 

 

El abogado tenía una camioneta blanca. En algún punto del camino, al ver una tienda al costado de la carretera, se detuvo a comprar cigarros. Mi madre me preguntó si tenía hambre o quería algo de beber. Dije que no. Cuando insistió pedí un dulce. 

La luz de un foco rodeado de insectos me formó un pequeño redondel sobre la cara. Era molesta, la luz. 

Mi boca sabía a aceite. 

 

ACERCA DEL AUTOR


Antonio Ortuño

Ha publicado en Máspormás y El Informador. En 2016 publicó la novela El rastro.